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sexta-feira, 18 de dezembro de 2009

Una precaria patera, donde caben 18 personas.



Hay 28 seres humanos, siendo 27 europeos y “el capitán”, un marroquí inmigrado a Barcelona, contratado por parte de la tripulación española para guiarlos a la tierra prometida (África).
Ya pasan dos días en un lugar perdido del Mar Mediterráneo. La poca alimentación ahora se resume a beber el agua del mar. Hay mucho sol o mucho frío. Y mucho viento.
Tienen hambre, pero, mucho más voluntad de aterrar en suelo africano, donde esperan saciar todas suyas voluntades materiales.
Tienen en sus mientes las imágenes del Paraíso Africano, retransmitidas por los medios de comunicaciones y por relatos de otros europeos, hablando de escenarios magníficos, y de una calidad de vida sin precedentes en los países donde habían acostumbrados a vivir – del otro lado de aquello grande mar.
Los millones de europeos inmigrados a África no quieren hablar de los problemas.
Pero, al que parece, estos 28 navegantes no llegarán al “Sur del Mundo”.
Dentro de horas estarán muertos, como los del otro barco que avistaran minutos antes, à deriva.
Los periódicos africanos no tendrán espacio para hablar de sus “nacionalidades” y no hablará de los orígenes españoles, franceses, alemanes, ingleses… Solo se reconocerá que vienen de un mundo de desigualdad i de injusticia social.
Pero, se llegarían al continente africano serian discriminados, simplemente por su color de piel clara. En los países receptores, con tradición de distintas orígenes religiosas, tendrían dificultades para abrir sus templos cristianos. Sus hijos tendrían muchas dificultades también con la diversidad lingüística africana e de nada servirían sus estudios de inglés, además de sus lenguas maternas – tampoco sus exóticas habilidades artísticas.
El peor de todo seria adaptarse a las distintas formas de trabajo en África.
También a la situación de no estar empleado en alguna fábrica u oficina.
La tierra que no llegarán a pisar seria la salida para el mundo (lo suyo y de los otros), por la agricultura, por los recursos naturales y por otra forma de relacionarse con el medio ambiente – ya devastado por años de colonialismo y neocolonialismo.
Las necesidades os cambiarían, sin duda.
Pero no tendrán esta oportunidad.
Estarán muertos. Todos. Incluso los dos adolescentes finlandeses, junto al padre.
No sin antes todos pelearse entre si, en medio de este grande mar.
Culpando-se unos a los otros, a sus países, a sus dirigentes políticos, a la xenofobia…
Las organizaciones humanitarias africanas recogerán sus cuerpos sin vida.
Turistas sudamericanos de vacaciones en el Norte de África, harán lo máximo que pueden: sacar fotos e vídeos con sus cámaras de 6 mega-píxeles.
No olvidemos que podrían haber sido salvos por un grande barco de cargas que explotaban recursos naturales al sur de la Península Ibérica y que ha pasado, llevando cargas de uva de distintas especies mediterráneas para abastecimiento de comunidades sibaritas al sur del Sahara. Pero la legislación establecida por las Organizaciones de las Naciones Unidas puede llegar a penalizar duramente los que colaboran (como sea!) con las mafias norteamericanas que intermedian este lucrativo tráfico marítimo de seres humanos.
En toda esta historia dramática hay algo más a ser dicho.
Hay mucho espacio en los desiertos del norte de África para que la mayoría de los inmigrantes ilegales que arriban muertos puedan ser enterrados - de acuerdo con la predominante tradición religiosa cristiana, respectando ceremonias funerales, en cementerios que pueden abrigar decenas de familias. Además, el Vaticano ha enviado misionarios habilitados para realizar estas ceremonias, después de mucha presión de la opinión pública mundial sobre la burocracia de las administraciones africanas. Existe, incluso, un grupo de música Gospel de África del Sur que voluntariamente se presenta en velorios de los ingleses, por vínculos culturales y sociales de muchos años pasados.
En otros lugares del mundo, no hay respecto como este, delante de cuerpos sin vida.

Flávio Cavalho. Brasilero, Emigrado a Barcelona. Primavera de 2006.

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